martes, 30 de julio de 2013
Grisáceo.
Los días se destiñeron, como se destiñe todo lo que envejece, con esa degradación lenta pero inexorable tan característica del paso del tiempo. Primero le tocó al azul del cielo que se llevó consigo al del mar, por esa hendidura del horizonte que siempre les quiso tanto unir como separar. Después le tocó al rojo del ocaso, luego al carmesí de tus labios, y juntos se llevaron el tono exacto de mi sangre y hasta su calor. Más tarde le llegó el turno al verde de los prados, y del aliñe de tus cigarros; de las hojas y de las plantas que siempre nos miraron y nunca regamos. Se fué el amarillo del sol, con el dorado envejecido de tu pelo, se fueron todos y el resto. Y por último y sin remedio, hasta el tono exacto de tu piel.
La vida quedó en escala de grises, y yo me quedé observándola recordando el único tono que nunca me abandonó: el de los coloretes de tus mejillas al darlas calor.
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