sábado, 16 de febrero de 2013

Microrrelato: La Vida En Café.



Paseó su mirada por la cafetería, analizando a todas y cada unas de las personas que frecuentaban el lugar, muchas de ellas a diaro. Pero ya lo hacía sin entusiasmo.
Sabía que el camarero que siempre se olvida de darle el sobre de azúcar estaba divorciado, quizás por eso mismo se olvidaba, ¿no? De tantos cafés solos y sin azúcar, en un vago intento de saborear algo más amargo que su desamor. También estaba al tanto de la mujer que sorbía su té con infinita elegancia junto a la ventana, soltera y en pleno fruto de la madurez, ya había perdido la cuenta de todos los hombres que habían compartido una tarde en aquella cafetería a su lado, justo antes de irse seguramente con ella a la cama, parte de atrás de un coche o cualquier otro lugar en el que abandonarse a unas caricias sin sentido, que no llenarían su corazón sino más bien harían más grande su vacío.
Después estaba aquel hombre de avanzada edad, aparentemente enganchado a la barra, que leía el periódico con aquellos ojos tristes de haber visto demasiadas desgracias. Todos los jueves iba al cementerio, lo deducía porque pedía un chupito de whisky, compraba un ramo de flores en la floristería de enfrente y acto seguido pedía un taxi que siempre tomaba la calle que llevaba a las afueras de la ciudad. Un amor de esos que ni la muerte puede apagar ni mermar lo más mínimo.
Y por último estaba él, diferente a todos ellos, lo que albergaba en su corazón no voy a decíroslo, pero si os diré que estaba más vivo que cualquiera de las personas que le rodeaban.
Posó sus ojos sobre el libro del que nunca se separaba y leyó en silencio. Arranco un pedazo de la hoja, con delicadeza, como si estuviese arrancando un pedazo de su corazón.
Lo dejó sobre la mesa, bajo un par de monedas, y se fue sin despedirse.

(...)
El camarero sonrió a su mujer mientras acariciaba la mejilla del niño que tenía entre sus brazos, haciendo caso omiso de la clientela. Unos metros más allá una mujer no podía parar de reír junto a un hombre que buscaba su piel, una caricia fugaz y disimulada, como si fuese el único sentido de su vida. No tardarían en despedirse del camarero y entrelazar sus manos mientras caminaba a juntos a su nueva casa, humilde... acogedora. Su hogar.
Mientras el anciano compró el mismo ramo de flores que siempre, pero como era de costumbre desde hacía unos meses, le entrego una de las flores a la dueña, a su amiga. Justo después se despidió con una mirada de afecto y se fue caminando por la misma calle que tantas veces había recorrido en taxi, disfrutando del último soplo de la vida.

"Las palabras son las llaves del alma"

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