Cuento los adioses con los dedos de una mano que no tengo, para que me entren todos sin que parezcan muchos; para volverme un poco menos loco. Es la única forma de que mis venas no acaben por pedir la clemencia de una aguja, o mi nariz la facilidad de un paso de peatones, cuanto más largo mejor, para cruzar esa jodida calle por la que fantasmas conducen mis recuerdos a toda velocidad. Y es que a este paso a saber dónde acabamos todos, yo que he odiado los porros como el típico viejo que se deja la paga mensual en ginebra y detesta a los jóvenes, de los de fútbol y burdel. Y aquí estoy, calada tras calada, mirando los barrotes de la jaula sin saber que hacer. Os juro que o parto todos mis huesos contra ellos, o acabo con todos vosotros. Compañeros de celda. Hijos de puta.

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