miércoles, 17 de abril de 2013

Anocheció.

Anocheció. Sus párpados cayeron como viejas y pesadas persianas; rotas, la lluvia se deslizó imparable. Él sabía cuál era la única función de sus párpados, nunca se mintió, la verdad siempre nítida y afilada: cuando las tormentas comenzaron a nacer dentro de sí mismo comprendió que aquellas barreras no estaban para que algo no entrara... sino para que no saliera. Sus labios saborearon gotas extraviadas; océano de óxido. Condenado a la muerte más lenta a manos del peor de los venenos: la sal que nace en las entrañas de uno mismo. Día a día, sufriendo a pelo.
Los infiernos son personales e intransferibles, se podría decir que están hechos a medida.


Cuando una persona lleva un dolor insoportable e incesante por dentro, tiene la necesidad de buscar algo que le anestesie, pero el problema radica en que conforme pasa el tiempo los anestésicos van perdiendo eficacia. Drogas, violencia... todo, incluso eso, va perdiendo fuerza. Y al final solo queda la más potente de las anestesias; el propio dolor.